De como casi me sentí campeón del mundo

Este mundial lo viví con un entusiasmo que hacía años no tenía: compré un televisor de 42 pulgadas, completé a tiempo mi álbum “Panini”, entré a todas las apuestas y pronósticos que me invitaron y seguí casi todos los partidos en directo sin importar su trascendencia y valor futbolístico.

Por tanto, me jodió mucho cuando me dijeron que me tocaba trabajar en Salamanca la semana del 12 de julio. Tenía que empezar a las ocho de la mañana del lunes por lo que no me quedaba otra opción que viajar cuatro horas en coche el domingo por la tarde. El domingo de la final del mundial. El domingo que quería estar en casa o cerca de ella para disfrutar, con una copa en la mano, la final del mundial sudafricano.

Para colmo de males, quién llega a la final es España, mi candidato desde el inicio del torneo y el país que me dio la oportunidad de vivir lo más cerca que estuve a un campeonato del mundo como fue la Eurocopa del 2008 en Viena.

Resignado a la situación, salí lo antes posible de Bilbao y llegué al hotel alrededor de las ocho de la tarde. La recepcionista me indica en donde están los bares y la zona en donde la gente ha estado viendo los partidos. Por un momento pienso que debe haber más ambiente en las calles de Salamanca que en las de Bilbao en donde el día de la semifinal, 300 personas fueron a festejar el triunfo en la Plaza Moyúa en lo que se consideró un hecho histórico.

A diferencia de algunas otras ciudades españolas, ni en la Plaza Mayor ni en el Casco Viejo se habían colocado pantallas gigantes. La única opción era verlo en algunas de las terrazas de los bares, en donde los camareros habían montado grandes televisores al pie de sus establecimientos. Todas las mesas estaban ocupadas y aunque hubiera una silla libre, no te la dejaban usar porque las cuentas se hacían por mesa y no querían liarse con los números.

Consigo una mesa en otro bar y me dispongo a ver la final en compañía de turistas extranjeros, universitarios de intercambio y jovenes estudiantes españoles. Durante el partido se corean algunos cánticos, se lanzan algunos gritos en contra del árbitro y se putea por las faltas de los holandeses. En la mayor parte del tiempo, sin embargo, se comen algunas tapas y raciones, se beben muchas más cervezas y se acompañan las situaciones de riesgo con un “uffff”.

Llega la prórroga y con ella la angustia y los nervios que felizmente son calmados por el salvador gol de Iniesta a poco de finalizar el encuentro y cuando todos esperábamos la definición por penales. Yo grito el gol con todas mis fuerzas. Lo grito tanto o más alto que los propios españoles que se abrazan y celebran entre ellos. A mi se me acerca y me felicita un texano con quien había conversado durante el descanso sobre el concierto de Pearl Jam en Bilbao a raíz de haber llevado una camiseta con el logo del grupo. Seguidamente me saluda y me choca la mano una italiana y una india que estaban en la mesa de al lado y que también querían compartir la alegría del triunfo conmigo. España iba ser campeona mundial por primera vez y yo lo estaba viviendo en su propio territorio.

Al finalizar el partido, el que al parecer era el dueño del bar saca una manguera y empieza a mojar a todos los que en ese momento saltan y gritan de alegría viendo el festejo de la selección en el estadio Soccer City. Sin embargo, a los pocos segundos se arrepiente y guarda la manguera: algunas gotas caen a uno de los televisores. Ese incidente por poco no me deja ver a Casillas levantando la copa del mundo. Por poco no me deja vivir y sentir ese momento. Por poco no me deja emocionarme aplaudiendo a la pantalla como si estuviera en el propio estadio. Aplaudo y sonrío y me doy cuenta que soy el único que lo hace en ese momento. A mi alrededor la gente se sigue felicitando y conversando entre ellos, sin tomarle demasiada atención a esa inolvidable imagen.

Voy hacia la Plaza Mayor y el ambiente es de fiesta total. La gente canta, salta, hacen la conga. Todos los “güiris” festejan como si fueran españoles por una noche. Un chico español está regalando vinchas rojas y me entrega una. Me lo coloco como si fuera una corbata. Ahora sí creo que el país entero está festejando el mayor logro futbolístico. Quiero seguir viviendolo con ellos. Voy a uno de los bares a pedirme una cerveza. Tiene las luces apagadas pero la puerta abierta. Pido la cerveza pero me dicen que están cerrando y ya no sirven nada. Algo confundido, voy al bar de a lado donde si me la sirven, no sin antes preguntarme si la tomo dentro o fuera del local.

La fiesta continúa y yo me hago acompañar de los míos por lo menos telefónicamente. Miro el reloj y veo que la hora es avanzada. Me gustaría quedarme más tiempo, ver hasta donde llega todo esto, pero tengo que estar a primera hora en la oficina del cliente. Voy al hotel y antes de ir a la habitación decido pasar por el bar del hotel a tomar una última cerveza viendo las imágenes del festejo por la televisión. El bar está casi vacío. Sólo está una pareja y un catalán de derechas que opina sobre la identidad de la selección campeona del mundo. Pido la cerveza y el camarero me dice que acaban de cerrar hace quince minutos. “No lo entiendo ¡Somos campeones del mundo, coño!”. Ante tanta vehemencia, el camarero me dice que lo he convencido y accede a servirme una única cerveza.

Ya en la habitación me quedo dormido viendo los festejos de la televisión. Le pido a la recepcionista que me despierte a las siete de la mañana. No es necesario porque me despierto mucho antes a pesar del silencio de monasterio de la mañana. Llego a la oficina del cliente con quince minutos de retraso. Me sorprendo de encontrar a todos los participantes, debidamente sentados, esperándome para iniciar las actividades, sin evidencia de haber tenido una noche larga. Luego de las disculpas del caso, empiezo mi presentación con la frase “¡Buenos días, campeones del mundo!”, el cuál saca una que otra sonrisa tímida en el auditorio. Al ver semejante “des-éxito”, decido poner punto final a todo aquello que tenga que ver con comentar la final del mundial y me dedico por entero a mi actividad de esta semana.

Nunca seré español, por más pasaporte que pueda conseguir. Soy y seré siempre peruano, por más que pueda tener la doble nacionalidad. Y el día que Perú sea campeón mundial lo celebraré como nunca, aunque lo más probable es que nunca lo viva. Elegí España para continuar mis estudios y ha sido el lugar en donde mi carrera profesional ha dado un salto significativo. Aquí he tenido y tengo grandes amigos y he encontrado a personas muy importantes en mi vida. Aquí es donde pienso establecerme por lo menos un buen tiempo y aquí es donde probablemente forme una familia. Siempre le estaré agradecido por haberme acogido y siempre haré cumplir y cumpliré mis derechos y mis deberes de ciudadano. Es mucho lo que he vivido aquí y es mucho más lo que me queda por vivir. Por eso es que ayer, cuando Casillas levantó la copa del mundo, sentía que una parte de ese festejo me correspondía. Sentía más el significado de este campeonato del mundo en comparación con algunos pocos que sí se lo podían atribuir. Y sentía, con mucho atrevimiento y muy poca vergüenza, que en una noche de julio en el Casco Viejo de Salamanca era campeón del mundo y podía tocar el cielo.

6 Respuestas a “De como casi me sentí campeón del mundo

  1. Pingback: Mi otra cara del mundial | Confesiones de un Escritor Impulsivo·

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.